Hacía varios meses que no cantaba un gol del Real Zaragoza con tanto entusiasmo. Pasaban más de cinco minutos del tiempo reglamentado y parecía que estábamos condenados de nuevo al empate, cuando una providencial mano dento del área balear significó la pena máxima que podía darle la vuelta al marcador. Todos los aficionados de la Romareda estaban convencidos de que Gabi no podía fallar y que por fin el triunfo se podía conseguir. Y con una sólida convicción, producto de su entrega sobe el terreno de juego, disparó con suavidad al lado contrario y marcó el tanto decisivo casi al mismo tiempo que el colegiado finalizaba el partido.
Esta vez la suerte sonrió al Real Zaragoza y el triunfo llegó por la heroica, con un formidable desgaste y una enorme dosis de entrega. Demasiada para una plantilla débil y limitada con un entrenador de circunstancias y una directiva que huye hacia adelante sin asumir sus errores y su falta de perspectiva. Resulta, en cualquier caso, patético que hayamos convertido un triunfo necesario en una victoria equiparable por el estallido del graderío a la mismísima permanencia o al título de una Copa del Rey. Algo muy triste para la trayectoria de un club como el Real Zaragoza, que se arrastra por los bajos fondos de una Liga cruel y con escasas alegrías. Por eso, tenemos derecho a disfrutar.