Tengo la costumbre de confiar muy poco en los demás y en no hacerme ilusiones sobre cualquier proyecto porque la condición humana termina llevándolos por diferentes caminos que los imaginados. Y además, así no sufro la decepción por alentar falsas expectativas. El fracaso deportivo del Real Zaragoza es un hecho que se constata domingo tras domingo y ponerle parches a una grave situación es solamente prolongar su agonía. La imagen ofrecida en Riazor fue esperanzadora porque se demostró solvencia defensiva y deseos de suplir la falta de calidad con trabajo. Quince días después, en la Romareda, un equipo sin demasiadas pretensiones le sacó los colores en media hora destrozando todo el trabajo de la pretemporada. Y en Santander, ante un adversario sin apenas nada destacable en su plantilla, los hombres de Gay ofrecieron la misma imagen del fracaso que durante la primera vuelta la temporada pasada.
Falta esfuerzo, frescura, ilusión y capacidad de reacción. La defensa está desconocida y ofrece huecos tan enormes que las goleadas pueden ser escandalosas antes clubes de potencial extraordinario. Y el miedo provoca dolor y desesperación. Acudir vencidos de antemano significa bajar los brazos y aceptar cualquier castigo, por humillante que sea, con resignación. Todo se derrumba en torno a Agapito, que guarda silencio y prefiere que de la cara Gay, el único que se lleva las bofetadas porque no le saca rendimiento a una plantilla tan pobre y tan escasa que no se sabe si va a poder resistir los golpes de la competición durante toda la temporada.
Se palpa en el ambiente un estado de crisis, de emergencia. Un profundo agujero que no deja de hacerse cada vez más grande y por el que se pierde toda la trayectoria de un club que ahora es incapaz de ganarle a nadie y que se hunde sin posibilidades de emerger para respirar y buscar unos segundos más de vida en un fútbol que se nos muere.