No me sorprendió la actitud indolente y frágil del Real Zaragoza en Chapín. Esperaba un equipo sin tensión, con una tremenda falta de concentración y sin recursos ante un Xerez que se jugaba la vida. Solamente la peor calidad de los equipos de abajo le dieron la tranquilidad necesaria para acudir al estadio andaluz sin jugarse absolutamente nada. No es de recibo para la afición blanquilla la carencia casi absoluta de intensidad de un equipo sin alma y que, salvo honrosas excepciones, buscaban unas vacaciones anticipadas ajenos a la implicación exigible de un club que una vez fue grande.
El equipo ha hecho lo justo para conseguir la permanencia y a mi no me parece suficiente. Su paso por Chapín fue tan insulso como ineficaz, encajando tres goles ante el colista. Daba la impresión que salieron al campo con chancletas, el flotador de patito, un cubo y una pala y la vagancia de quienes hacen lo suficiente para justificar su salario.
Este Zaragoza no me gusta porque es vulgar, mediocre e inofensivo. La falta espíritu y pundonor, capacidad de superación y dotes de liderazgo. Mejoró con las incorporaciones de invierno pero se ha convertido en uno más, indolente y sin chispa, predecible e insustancial.
Como dijo ayer, al final del partido, Ánder Herrera, no es cuestión de celebrar nada. De alegrarse, sí, porque no nos hemos hundido otra vez en la Segunda División y eso es un alivio. Pero tal y como nos hemos arrastrado, nadie puede darse por satisfecho.
Misión cumplida, por supuesto, pero el nivel que nos hemos puesto es tan bajo que parece ridículo que se abrazasen los jugadores, el entrenador y el presidente me parece de una pobreza tal, que casi me dan ganas de llorar.