martes, 21 de julio de 2009

La luna permanece ahí arriba, observándolo todo

Se acaban de cumplir cuarenta años de la llegada del hombre a la luna. Recuerdo fugazmente la madrugada del 20 de julio de 1969 cuando, en la televisión del Hostal del Ciervo, mis padres y yo nos retorcíamos en unos sillones incómodos mientras vencíamos el sueño para contemplar unas imágenes llenas de magia. Íbamos de camino a Villanova y Geltrú, entonces pueblo pesquero próximo a Barcelona. donde disfrutábamos de nuestras vacaciones de verano. En aquellas fechas se tardaban más de seis horas en llegar a la ciudad condal y había que cubrir la distancia por etapas. Teníamos un Ondine blanco, que aguardaba aparcado en el hotel de Bujaraloz donde había unos ciervos cerca del establecimiento.

Insistí con testarudez en que deseaba estar presente ante la pantalla del televisor y tengo que agradecerles a mis padres su comprensión y, sobre todo, que me levantasen a una hora tan intempestiva para seguir la narración de Jesús Hermida. Se veía muy mal, con muchas interferencias, pero tenía la firme convicción que era un acontecimiento insólito y que jamás me perdonaría no acudir a la cita. Ya tenía el germen periodístico dentro de mi sin saberlo, pero disfruté pese al sueño que me cerraba los párpados y aún ahora tengo un recuerdo maravilloso.

Hoy también se ha puesto en marcha el Real Zaragoza 2009/10, sin tanto romanticismo como el recuerdo de Armstrong, Aldrin y Collins en el Apollo 11. Pero ahora el fútbol es un negocio que mueve una auténtica fortuna y queda muy poco del nostálgico balompié de los años sesenta. El mismo año de la llegada del hombre a la luna, mes y medio más tarde, comenzaba la Liga. Era el ocaso de los "magníficos", con jugadores como Violeta, Planas, Santos, Villa, Ocampos o Nieves, que tiraban de carro de un equipo envejecido y sin fichajes de relumbrón, con la presidencia de Alfonso Usón y con Héctor Rial en el banquillo.

Pero recuerdo especialmente a Martín, un jugador de origen sudamericano que se dirigía con simpatía a mi hermano y a mi, cuando mi padre nos llevaba los domingos por la mañana al Hotel Ruiseñores, actualmente convertido en clínica, que era el lugar de la concentración de la plantilla. Era como un rito, cuando intentábamos ayudar a transportar un enorme magnetofón de cinta abierta que había que enchufar a una fuente de alimentación. Todo era más lento, más tranquilo, con una liturgia dominical donde el fútbol era tan importante como la misa de doce.

Así las cosas, le deseo mucha suerte a Marcelino y a la plantilla que terminará de conformarse en los próximos días. Cuarenta años después solamente confío en la afición, la correa transmisora que mantiene vivo el balompié en su más pura esencia pese a las diferentes generaciones que han pasado desde los albores del siglo XX.